jueves, 12 de junio de 2014

Las costumbres funerarias del antiguo Yucatán.

   De muerte y panteones hemos visto mucho en este Bable, asimismo de ritos funerarios, quizá el documento que encontré una vez, sobre lo que al respecto hacían los pueblos chichimecas nos da otra visión de esa idea que mantenemos en la actualidad en torno al culto a los muertos y la manifestación, muy nacionalista, del Día de Muertos, que año con año va tomando tintes más y más festivos. Lo que hoy nos ocupa son los ritos que en el pueblo maya ocurrían cuando llegaba el irremediable momento de partir. Para ello nos apoyaremos por lo escrito por el historiador yucateco Molina Solis. La imagen que ahora ves, y la que sigue, corresponde a un cuerpo escultórico que hay en Cancún, el cual nos da una idea de muerte. La siguiente corresponde a una escultura en madera que vi en Valladolid, en donde hay profusión de calaveras que nos remiten a esa idea del morir, quizá la idea del culto a los muertos. Finalmente, aparece una serie de fotografías que tomé en un cementerio que nos muestra el modo en que actualmente son las costumbres funerarias en una comunidad maya, la de Yaxuná, Yucatán.

   "Un pueblo como el maya, provisto de organización política y civil, carecía, sin embargo, de cementerios: los cadáveres se enterraban o se quemaban, pero no había un campo para el reposo común final. Cuando adoptaban  el primer medio, enterraban los cadáveres de sus deudos dentro de sus casas o en los espaldares de ellas; pero, si se les daba sepultura en el interior de la misma casa, como es de pensarse, quedaba inhabitable: por necesidad debía abandonarse; se dejaba desamparada, yerma (tocoy ná); la zarza, los breñales, el polvo, atestiguaban que aquella casa estaba consagrada a la muerte.

    "Otras veces, cuando se trataba de personajes eminentes, eran sepultados en lugares culminantes de la población, y, sobre el sepulcro, levantaban grandes cerros de tierra y piedras, denominadas mul. Si prefería la cremación, habían de recogerse escrupulosamente las cenizas en urnas de barro o madera, y, enterrándolas con veneración, fabricaban sobre el sepulcro montículos artificiales, y aun magníficos templos; o también, en vez de urnas, formaban estatuas de barro huecas, y, por un agujero que dejaban en el colodrillo, echaban en ellas las cenizas del muerto para conservar la estatua al lado de sus ídolos, en sus adoratorios.

   "No faltaba quienes fabricasen las estatuas, de madera, y, antes de quemar al difunto, desollabanle la piel de la parte posterior de la cabeza; luego del cadáver quemaban una parte y enterraban otra; las cenizas de lo quemado metían dentro de la estatua; tapaban el colodrillo abierto, con la piel arrancada del difunto; y conservaban la estatua con mucha reverencia.

   "Rodeaban la muerte de signos de letal tristeza, que bien mostraba la congoja que les causaba, sobre todo cuando hería al jefe de la familia, o a encumbrados personajes de la localidad. Si el médico (dzayah) con sus yerbas, o el hechicero (ah pulyah, ahcanyah), con sus piedras, ensalmos y supersticiones, nada alcanzaban para dominar la enfermedad, la familia del moribundo se sumía en la más tétrica aflicción. Taciturnos todos, y con el rostro sombrío, esperaban la hora fatal en que su deudo debía ser llevado por el espíritu maligno, pues suponían que siendo la muerte un mal, no podía venir sino el demonio: y así, creían desesperadamente que el espíritu del mal había de llevarle a los muertos sin remedio: con tal desconsoladora idea, el último instante del moribundo era señal del más desesperante dolor. El duelo duraba días y noches consecutivos, en que lloraban, gemían y suspiraban amargamente. De día ahogaban su llanto, pero en el silencio de las altas horas de la noche, las ráfagas del viento llevaban por los ámbitos del espacio los dolorosos clamores, los lastimeros quejidos, los gritos angustiosos de los dolientes en vela, que desahogaban la tribulación, la pena causada con la muerte de un ser querido. La casa del difunto se abandonaba a los abrojos y espinas, a la soledad; y solo cuando la familia era numerosa se continuaba habitando en ella; de lo contrario, quedaba yerma por luengos años, como testigo del duelo de sus propietarios.

    "Amortajaban al muerto, y, pensando que en la otra vida había de necesitar sustento y dinero con que proveerse de lo necesario, le llenaban la boca de maíz molido (keyem), y echaban en el ataúd algunas monedas, o pedrezuelas que hacían su oficio. Solían, además, unir al cadáver las insignias de la profesión del difunto: así, al sacerdote lo enterraban con algunos de sus libros; al hechicero, con sus piedras (zaztunes); y a los devotos, con idolillos de barro, o de madera, de distinta forma". (1)







Fuente:

1.- Molina Solis, Juan Francisco. Historia del descubrimiento y conquista de Yucatán. Imprenta y Litorgrafía de R. Caballero. Mérida, 1896. pp.274-276

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